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SAN QUIRICO Y SANTA JULITA, MÁRTIRES

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Mensaje  Paralelo Mar Feb 15, 2011 2:24 am

SAN QUIRICO Y SANTA JULITA, MÁRTIRES

Día 16 de junio

P. Juan Croisset, S.J.

Fue Santa Julita una joven señora cristiana, de casa ilustrísima y muy distinguida en el Asia, como descendiente de antiguos re­yes, pero más respetada por su eminente virtud que por su nobilí­simo nacimiento. Nació en Iconia, hoy Cogni, capital de Licaonia, donde San Pablo y San Bernabé habían predicado la fe de Jesucris­to con tanto fruto y con tan feliz suceso. Habiéndose casado con un caballero de la primera calidad, como correspondía á su nobleza, fue su virtud ejemplo de señoras cristianas, añadiendo su modestia nuevo lustroso realce á todas las demás prendas que la adornaban; de manera que parecía como original del bello retrato de la mujer fuerte que se describe en la Sagrada Escritura.

Tal era Julita cuando, queriendo Dios perfeccionarla con los trabajos y proponerla á la Iglesia como una mujer verdaderamente fuerte, la llevó á su marido en la flor de la edad, dejándola viuda á los veintidós años, sin más hijos que un niño, llamado Quirico, único fruto de su matrimonio, que todavía estaba en la cuna. Libre de las cargas de casada, se dedicó enteramente á desempeñar las obligaciones del nuevo estado, sobresaliendo en el ejercicio de todas las virtudes que pide á las viudas el Apóstol.

Fue su principal atención criar al niño Quirico en el santo temor de Dios, inspirándole desde luego aquellas máximas cristianas que le hicieron tan ilustre mártir, aun sin haber salido de las primeras niñeces. Apenas sabía hablar, y ya sabía qué cosa era ser cristiano. Todo su. gusto era ser instruido en la religión y aprender de memo­ria sus preceptos. Correspondía perfectamente á las piadosas inclina­ciones del hijo el celo de su santa madre. Nunca le hablaba sino del culto divino y de los principios del Evangelio.

Tenía solos tres años el niño Quirico, cuando los emperadores Diocleciano y Maximiano publicaron su cruel edicto contra los cristia­nos, empeñados en exterminarlos de todo el imperio. El gobernador de Licaonia, llamado Domiciano, fue uno de los ministros que mostraron más celosos en su puntual ejecución, y fue general la consternación en toda la provincia. En las plazas públicas no se veian más que ecúleos, potros, horcas y cadalsos, ni se hablaba de otra cosa que de suplicios y de tormentos. Deseaba Julita con vivas ansias derramar su sangre por amor de Jesucristo, habiendo mucho tiempo que suspiraba por el martirio; pero se hallaba embarazada con la suerte de su hijo, temiendo que le arrancarían de los brazos y le criarían en la religión pagana. Resolvió, pues, ponerse á cu­bierto de la tempes­tad por algún tiem­po, y dejó la ciudad y la provincia, acompañada de so­las dos criadas su­yas. Abandonando, pues, su casa, sus conveniencias y to­dos sus grandes bie­nes por salvar su fe y la de su hijo, se retiró á Seleucia, en la provincia de Isauria, asilo poco seguro, por estar más encendida la perse­cución en aquella provincia que en la de lconia. Su gober­nador, Alejandro, aun más cruel que Domiciano, persi­guiendo furiosa­mente á los cristia­nos, satisfacía su ambición y su des­pique, porque á un mismo tiempo lison­jeaba á los empera­dores y contentaba la aversión personal que profesaba al Cristianismo. Obligada Julita á buscar abrigo más seguro, á pesar de la fatiga y de las incomodidades de un viaje tan largo como penoso, se refugió en Tarso de Cilicia; pero el Señor, que la quería probar y premiar al mismo tiempo su fe, permitió que la fuesen siguiendo allí sus perseguidores.

No había llegado á dicha ciudad, cuando el Emperador despachó una orden á Alejandro, gobernador de Isauria, para que pasase á de Tarso con comisión particular de poner en ejecución el edicto contra los cristianos, mandándole expresamente en la instrucción que á ninguno perdonase. Luego que llegó el gobernador, fue acusada en su tribunal la joven viuda como cristiana, y, haciéndola arrestar, fue llevada á su presencia con su hijo en los brazos, sin mostrar la Santa alteración ni sobresalto.

Informado Alejandro de su alta calidad, la recibió con mucha cor­tesanía, y solamente la preguntó si era cristiana: «Soylo, respondió Julita, y también mi hijo lo es.—Admiróme, replicó el gobernador, de que una señora de tu nacimiento, de tus años, de tus prendas y de tu espíritu se haya dejado infatuar de las extravagancias de esa religión.— Más me admiro yo, repuso la Santa, de que un hombre que tenga no más que una leve tintura de razón pueda abandonar­se á los absurdos y á las infamias del paganismo. Las que vosotros llamáis extravagancias en la religión cristiana, son unas máximas en las cuales reina la verdadera sabiduría, el buen juicio y la ver­dad; ni aun vosotros ignoráis que sólo en esta religión se encuentran la inocencia, el honor y la virtud.—Mucho menos ignoráis vosotros, replicó el gobernador, ciego ya de cólera, que los tormentos se hicie­ron en el mundo para los cristianos». Y, diciendo estas palabras, mandó que la arrancasen al hijo de los brazos y luego la pusiesen en el potro. Sintió más Santa Julita la violenta separación de su hijo que el tormento á que la iban á aplicar. Sus dos criadas, poseídas del miedo, la habían abandonado desde los principios; pero, reco­bradas del primer pavor, volvieron luego á mezclarse con la muchedumbre, para ver de lejos los tormentos que padecía su ama.

Era el ánimo del gobernador aterrar á los cristianos con esta pri­mera ejecución; y así, fue verdaderamente cruel. Descargaron una espesa lluvia de azotes con nervios de bueyes sobre el delicado cuer­po de la Santa, á cuyos furiosos golpes corrían por todas partes arro­yos de sangre, quedando su hermoso cuerpo espantosamente des­trozado.

El niño, mientras tanto, viéndose separado de su madre, comenzó á llorar y á gritar, haciendo cuantos esfuerzos podía para volverse á ella y para desembarazarse de los que le tenían en sus brazos. Viéndole tan vivo y tan hermoso, mandó el gobernador que se lo lleva­sen; púsole sobre las rodillas para acallarle; comenzó á halagarle y acariciarle, aplicándole la boca para darle un beso; pero el niño vol­vió la cabeza, apartóle la cara con sus manecitas y, haciendo cuan­to podía para desasirse de él, le daba con los pies y le arañaba con sus pequeñas uñas. Por más diligencias que hizo el gobernador para que no mirase á su madre, nunca lo pudo conseguir, volviendo siem­pre el niño sus ojitos hacia ella, y gritando continuamente con la misma madre: Yo soy cristiano, yo soy cristiano. Irritado Alejandro con estos gritos, y furioso de verse tan burlado, entró en tan descompuesta cólera que, cogiendo al tierno infante por una pier­na y diciendo brutalmente: ya que eres cristiano como tu madre, pe­recerás con ella, le estrelló con rabiosa violencia contra el pavimen­to del tribunal, haciéndose pedazos la pequeñita cabeza en la prime­ra grada, esparcidos los sesos por el suelo y llenándose todo él de aquella inocente sangre; inhumanidad que detestaron con horror to­dos los asistentes, desahogando en un sordo murmullo su justa indig­nación. Sólo Julita vio con ojos enjutos aquel glorioso espectáculo, por lo cual el gobernador mandó que la volviesen al potro; que la despedazasen los costados con uñas aceradas; que echasen pez de­rretida sobre sus delicados pies; y, mientras el pregonero la exhorta­ba en alta voz á que sacrificase á los ídolos, la Santa, levantando mucho más la suya, gritaba: Yo soy cristiana.

Amenazáronla con que sería tratada como su hijo, y ella exclamó: ¡Ahí Si deseo con ansia alguna, cosa, es tener parte en su dicha y ca­minar cuanto antes á hacerle compañía en la Gloria. Ofendido el go­bernador, determinó quitársela cuanto antes de la vista, y mandó que la cortasen la cabeza. No pudo disimular su extraordinaria alegría luego que oyó la sentencia, y, gritando sin cesar que era cristiana, los verdugos la metieron en la boca una gran bola para que no pu­diese hablar mientras la conducían al lugar del suplicio. En llegan­do á él los pidió la concediesen un corto espacio de tiempo para ha­cer oración; hincóse de rodillas, dio gracias á Dios por haber lleva­do para Sí á su querido hijo; suplicóle se dignase admitir el sacrifi­cio que le hacía de su vida; levantó dulcemente los ojos al Cielo, y, tendiendo su cuello al verdugo, éste, de un golpe, la separó la ca­beza, y consumó su martirio con tan gloriosa muerte el día 16 de Ju­nio, por los años de 305.

Por la noche fueron las dos criadas suyas á retirar el santo cuerpo y el de su hijo San Quirico, los que enterraron en un sitio del terri­torio de Tarso, á bastante distancia del lugar de su martirio; y, ha­biendo vivido una de ellas hasta que el grande Constantino, diez y ocho años después, dio la paz á toda la Iglesia, descubrió el precio­so tesoro que había escondido; y, acudiendo todos apresuradamente á venerar las santas reliquias, se hizo desde entonces célebre su cul­to en todo el Oriente. Dícese que, habiendo hecho un viaje hacia aquellas partes San Amatro, obispo de Auxerre, trajo consigo los cuerpos de San Quirico y Santa Julita, y los colocó en una iglesia que tuvo después su misma advocación. Lo cierto es que las muchas iglesias que hay en Francia dedicadas á estos dos Santos persuaden bastantemente que sus reliquias se repartieron entre varias, como en Tolosa, en Clermont, en Arles, y singularmente en Nevers, que tie­ne por Patrón á San Ciro.

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